México gasta cada vez menos recursos públicos en protección ambiental. Urge mejorar y aplicar a cabalidad la regulación ambiental e invertir más en protección y restauración de los recursos naturales
El Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) presentó las cuentas ecológicas del país para 2021 y no traen buenas noticias: muestran que, en el mejor de los casos, el país dejó de avanzar en la materia. En los últimos seis años los costos totales por agotamiento y degradación de los recursos naturales se mantuvieron más o menos constantes, en torno al 4.5 por ciento del producto interno bruto mexicano, lo que quiere decir que producir bienes y servicios sigue implicando que destruimos un planeta que ya nos está pasando facturas. Además, no parece que esto se vaya a corregir en los próximos años: en este sexenio los gastos en protección ambiental como porcentaje del PIB han sido los más bajos desde por lo menos 2003.
De entrada, México no ha logrado seguir desacoplando su economía de los daños ambientales. Es decir, que mientras el producto interno bruto crece también aumenta la destrucción del entorno, y los costos ambientales de la actividad económica se han más que duplicado en lo que va del siglo. No se trata solamente de contribuciones a crisis planetarias como la climática, sino de impactos muy locales que cuestan vidas y nos hacen la cotidianidad mucho menos agradable. Por ejemplo, el principal contribuyente a los costos ambientales son las emisiones atmosféricas, que se notan en el calentamiento global, pero también en el enrarecimiento del aire de nuestras ciudades.
Mientras tanto, en México el sector público gasta un porcentaje cada vez menor del producto interno bruto en protección ambiental. Si en 2003 el Estado invertía en gestión, protección y recuperación del medio ambiente el equivalente al 0.54 por ciento del PIB, hoy invierte apenas el equivalente al 0.45 por ciento del total de la economía. Esto es evidente en los persistentes recortes que ha sufrido el sector, pero también en la degradación ambiental que todos padecemos.
Para entender la gravedad de los resultados presentados por el INEGI basta con revisar lo ocurrido en el último par de años. En 2022 la sequía en la mitad norte del país alcanzó niveles que se consideran excepcionales, superiores a lo “extremo”. En cambio, las lluvias de 2021 causaron destrozos terribles en Tula y otras muchas ciudades del país, al igual que los huracanes. Mientras tanto, la deforestación sigue rondando las 190 mil hectáreas anuales desde hace algún tiempo, aunque no han llegado al récord de 300 mil hectáreas del primer año del sexenio. Así las cosas, el país no puede darse el lujo de seguir golpeando su medio ambiente: simplemente resulta demasiado dañino y caro.
Salir de esta situación pasa por algunas acciones de los actores privados, pero sobre todo por acciones y regulaciones desde lo público. Urge impulsar una mayor, mejor y más ágil regulación ambiental, y multiplicar varias veces el presupuesto del sector. Por supuesto, que se gaste más no quiere decir que se gaste mejor, pero gastar poco, y tanto más en la forma en la que se lo gasta hoy en día, es ciertamente dañino.
La solución estaría en dejar de pensar al Estado como un aparato que no sirve más que para recaudar dinero como impuestos y repartirlo como subsidios, invirtiendo lo demás en infraestructura. Las inversiones del Estado pueden tomar muchas formas, sobre todo la de inversiones en capital social, y pueden servir para transformar radicalmente la economía. Por ahí deberían ir nuestras inversiones ambientales.
Ya es hora de tomarse en serio la degradación ambiental. No está saliendo cada vez más cara. Como muestran las cifras que presentó el INEGI. Urge mejorar y aplicar a cabalidad la regulación ambiental e invertir más en protección y restauración de los recursos naturales.
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