Nada en su cuerpo desmembrado hace pensar en una diosa derrotada. El subsuelo preservó a Coyolxauhqui fuerte y eterna en el relieve de su roca, como un recordatorio de que los mexicanos son hijos del Sol.
Una exposición recientemente inaugurada en el Museo del Templo Mayor, en Ciudad de México, celebra que la representación mejor conservada de la deidad lunar de los mexicas reapareció hace 45 años desde lo profundo de la tierra, cuando la pala de un trabajador de la compañía eléctrica estatal golpeó el monolito en el que fue tallada en 1469. Con ello, México recuperó trozos de una historia que parecía perdida.
La exhibición estará abierta al público hasta el próximo 4 de junio y muestra más de 150 piezas arqueológicas centradas en la mitología, simbolismo e investigaciones científicas en torno a esta deidad.
Antes del hallazgo del monolito en los años 70, los arqueólogos pensaban que quedaba poco por descubrir sobre el pasado del imperio Mexica. En 1521, para imponer sus creencias y afianzar su dominio en la capital —que entonces se llamaba Tenochtitlan— el conquistador español Hernán Cortés pidió arrasar con templos e imágenes y edificar algo nuevo en su lugar.
El tiempo trajo consigo una nueva metrópoli y muchos pensaron que los restos del recinto más sagrado para los mexicas —el Templo Mayor— habrían quedado sepultados bajo la catedral actual. Sin embargo, a las entrañas de la ciudad aún le restaba un misterio por revelar.
Patricia Ledesma, arqueóloga y directora del Museo del Templo Mayor, explica que sus predecesores se dieron a la tarea de rescatar los rastros de los mexicas desde finales de la época colonial (1821). La tarea se volvió compleja porque la población y los poderes del México independiente se mantuvieron asentados en la zona central capitalina y las oportunidades para excavar eran limitadas.
Las primeras nociones sobre la ubicación del Templo Mayor llegaron en 1914, cuando la demolición de un inmueble dio pie a que el arqueólogo Miguel Gamio descubriera parte de una escalinata y su esquina suroeste. La exploración del sitio no avanzó sino hasta 1978, cuando la pala accidentada de los trabajadores de la estatal eléctrica dio con el escondite secreto de la diosa de la Luna.
Ledesma explica que aunque al desenterrarla no hubo dudas de que se trataba de un ente femenino, sugirieron diversas interpretaciones sobre su identidad. Al final un arqueólogo dio al clavo: no era otra sino Coyolxauhqui, “la que trae cascabeles en las mejillas”, porque en el relieve de su rostro pétreo es fácil apreciar unas campanas diminutas.
Es casi paradójico que una deidad de la oscuridad arrojara luz sobre la civilización que la esculpió en el inmenso disco de roca volcánica que hoy la acoge en un museo. El hallazgo no sólo dio origen a uno de los proyectos arqueológicos más importantes del país –el Proyecto del Templo Mayor, que a la fecha continúa–, sino que permitió reafirmar las concepciones que se tenían sobre el mito mexica que explica el nacimiento del Sol.
Se dice que fue así: una mujer barre afuera de su templo cuando una bola de plumas cae del cielo, ella la guarda en su seno y se embaraza. Al enterarse, una de sus hijas –Coyolxauhqui, ¿quién más?— se enfurece y con sus 400 hermanos –las estrellas— deciden asesinarla.
Nadie lo imagina pero en el instante en que sus hijos intentan matarla en lo alto de un cerro, Coatlicue da a luz a Huitzilopochtli, dios del Sol y de la guerra. El patrono de los mexicas nace vestido y listo para el combate. Con su arma decapita a Coyolxauhqui y luego la avienta hasta las faldas de la colina, donde cae despedazada, tal y como retrata el relieve de su piedra.
Que la belleza de este mito no se pierda en la confusión de que ésta es la historia de una hermana asesinada. Bajo la superficie hay algo más, dice Ledesma: “El mensaje de la historia es que somos hijos del Sol”.
Gracias a él tenemos energía, crecen las plantas, salen los animales. “No somos hijos de la noche; nuestra esencia es solar”.
El carácter guerrero del mexica también se proyecta en su dios: Huitzilopochtli emerge armado desde el vientre de su madre porque la sociedad que lo concibe es militarista; entiende el mundo como un sitio para pelear.
Bajo esta cosmovisión, además, la muerte se percibe como algo natural. Coyolxauhqui no perece sin propósito, sino para dar lugar al Sol. Por eso ella misma, de algún modo, renace una y otra vez.
Según explica Ledesma, no hubo una, sino muchas Coyolxauhqui. “La que vio Cortés, seguramente, la destruyó”.
Cuando los mexicas ganaban una batalla importante, renovaban el Templo Mayor y con él sus esculturas. Las viejas se guardaban, probablemente debajo de las nuevas, y las más recientes permanecían visibles. Hasta ahora, los arqueólogos han descubierto cinco Coyolxauhquis. La única completa es la que los trabajadores estatales encontraron hace 45 años.
Desde entonces, Coyolxauhqui sobrecogió el corazón de los mexicanos. De acuerdo con Ledesma, tras su hallazgo el arqueólogo Eduardo Matos –quien estuvo y sigue a cargo del Proyecto Templo Mayor —abría la excavación los jueves y la gente hacía filas para verla.
“Llegaba la gente y le daba flores, le ponía regalos”, asegura Ledesma. “Era como un redescubrimiento de una sociedad que habíamos pensado perdida por la guerra”.
Conforme la excavación del Templo Mayor se amplió, los expertos descubrieron que Coyolxauhqui aguardó cientos de años donde un día estuvo la base de recinto dedicado a Huitzilopochtli. Es decir, los mexicas la reconstruyeron una y otra vez a los pies de la casa del Sol triunfante porque representa la derrota de un mundo anterior al nuestro.
La suya no es la historia de una diosa rota, sino una huella que recuerda que sobre este mismo suelo vivieron ancestros que pelearon y vencieron al preservar algo de su pasado, como la luz que se antepone a lo más negro de la noche.
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