La percepción de México que se tenía en Estados Unidos, hasta antes de los años 90, en un exceso de simplificación, era la de un país que solo daba problemas. La falta de democracia, pobreza e inseguridad no permitían tener muchas esperanzas y la llegada de migrantes mexicanos era tolerada porque a final de cuentas acababan siendo necesarios al aportar una mano de obra barata, dócil y poco calificada que la economía estadounidense requería, ocupando empleos que su mercado laboral no era capaz de satisfacer con mano de obra nativa.
La llegada del gobierno de Carlos Salinas de Gortari, aunque reconocerlo para muchos sea difícil, significó un cambio importante en esta tendencia, al impulsar un tratado comercial regional de enorme potencial para México. Cierto, no pasamos a ser “socios” en todos los temas y siempre ha habido diferencias puntuales, pero dejamos de ser los amigos que solo dan problemas y encontramos espacios de cooperación e intercambio. Salinas también impulsó una mayor, más directa y eficiente colaboración en temas de seguridad tratando de reparar el traumático asesinato del agente de la DEA Kiki Camarena en 1985.
Y así seguimos hasta que llegó Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos. Desde una perspectiva antimexicana expresada en campaña y reiterada siendo gobierno, se perdió de vista el panorama general de la relación y por intereses puntuales y de corto plazo se culpó a México de casi todo lo malo que ocurría en Estados Unidos. Particularmente de la mala gestión de la frontera común. La llegada de AMLO a la presidencia de México no hizo más que complementar este escenario.
AMLO y Trump se parecen mucho. Autoritarios, enemigos de las instituciones y contrapesos al poder ejecutivo, desconectados del mundo, incapaces de reconocer un error o una derrota, sin escuchar a nadie que no sean ellos mismos, que ven como enemigos a otros actores relevantes de una sociedad democrática como los medios de comunicación, la academia o la sociedad civil organizada, que descalifican a cualquiera que no piense como ellos y rodeados de colaboradores que solo se dedican a alimentar de manera acrítica los puntos de vista de sus jefes. El daño para una democracia es enorme.
AMLO pensó que había que ceder a Trump lo que pidiera para que lo dejara gobernar México en paz y a su antojo. Si no hubiera perdido las elecciones de 2020, muy probablemente Trump habría cumplido su parte. De hecho, dio señales de ello al liberar sin cargos y devolver a México al General Salvador Cienfuegos, secretario de Defensa en la administración de Peña Nieto y cuya detención en Estados Unidos habría tensado la muy estrecha relación que AMLO ha construido con los militares y que se ha convertido en pilar de su gobierno. Los militares son gremiales, puede ser que algunos de ellos, de alto rango, cometan delitos, pero en su lógica, solo entre ellos pueden juzgarse y nunca las autoridades de otro país. Un exsecretario de Defensa mexicano en una corte estadounidense es demasiado riesgoso.
AMLO pensó y quizá aun piense que, al garantizar el control de los flujos migratorios, Estados Unidos no protestaría su proteccionismo comercial-ideológico en temas como el del maíz transgénico o una política energética contraria a las inversiones estadounidenses e incluso cambios en el sistema democrático.
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