En la búsqueda de fijar un “carácter nacional”, un rasgo que se repite es la idea de que los mexicanos aceptamos invitaciones aun cuando no queremos hacerlo
Una de las tareas más atractivas de cierta tradición intelectual en este país ha consistido en caracterizar cómo somos los “mexicanos”. Me parece una tarea infructuosa porque no hay ningún rasgo cultural que se halle presente en todas las personas que por azar compartimos un mismo estatus legal. En esta búsqueda de fijar un “carácter nacional”, un rasgo que se repite comúnmente es la idea de que los mexicanos tienen una incapacidad para decir que no, que aceptamos invitaciones o proyectos aun cuando no queremos hacerlo y que buscamos todas las maneras posibles para evitar dar una negativa directa.
Más que un rasgo de mexicanidad, creo que en un país con tantos pueblos diferentes y culturas distintas, lo que sucede es que distintos sistemas de cortesía se despliegan y chocan; cada sistema de cortesía jerarquiza ciertos comportamientos como más adecuados mientras que otros se perciben como inadecuados, comportamientos que hay que evitar. Esta incapacidad para decir que no de manera directa no es entonces un rasgo de los mexicanos sino de ciertas tradiciones de cortesía que no existen por ejemplo en pueblos originarios del norte del país.
En mi experiencia, los sistemas de cortesía son los más difíciles de comprender y en donde la incomprensión cultural se da de manera más frecuente. Conozco personas que se precian de respetar la diversidad cultural pero que se siguen quejando de la incapacidad de ciertas personas de decir que no de manera abierta. De algún modo, seguimos pensando que nuestros sistemas de cortesía son mejores porque son sistemas que aprendemos en la infancia y las interiorizamos tanto que pocas veces nos ponemos a reflexionar sobre sus rasgos y características que distan mucho de ser universales. La incomodidad que genera el que los comportamientos más valorados en nuestro propio sistema sean transgredidos nos lleva al juicio inmediato y a la incomprensión.
La antropóloga y lingüista Jane Hill realizó investigación durante muchos años en comunidades nahuahablantes y en un artículo sobre etnografía del habla, relataba el proceso mediante el cual pudo entender que en el sistema de cortesía del pueblo nahua en el que se encontraba realizando su investigación, negarse abiertamente suponía una violación a una regla muy altamente jerarquizada. En el sistema de cortesía de Hill, por contraste, aceptar realizar una tarea y después evitar cumplirla resultaba más descortés que decir no abiertamente. Este contraste la llevó a distintos malentendidos; en múltiples ocasiones Hill fue muy grosera pues decía que no de manera tajante cuando no podía atender una petición y para ella resultaba grosero que las personas de la comunidad le dijeran que sí aunque después el acuerdo no se cumplía.
¿Qué sistema de cortesía es mejor? ¿Aquel que en el que se niega rotundamente o aquel en el que el “no” se frasea de maneras más intrincadas? El sesgo cultural nos dirá que nuestro sistema de cortesía es mejor pero simplemente se trata de estructuras construidas culturalmente en donde en cada caso unos comportamientos se jerarquizan sobre otros. Con el paso del tiempo, Jane Hill aprendió a leer el “no” dentro de una respuesta en la que no había negativas abiertas y formular sus propias negativas dentro de la tradición de cortesía de la sociedad en la que se encontraba. No es que en ciertas tradiciones sea imposible decir que no, es que la negativa se envuelve en artilugios discursivos que aprendemos a codificar para evitar ser groseros con nuestros interlocutores.
El choque de los sistemas de cortesía genera, por contraste, un conocimiento más interesante de nuestra propia tradición cultural que siempre damos por sentado. Recuerdo que en mi infancia en una comunidad mixe de la Sierra Norte de Oaxaca, ciertas personas que nos visitaban me ofrecieron un caramelo; en el sistema de cortesía en el que yo había sido educada tenía que rechazar el caramelo al menos tres veces para dar la posibilidad de que me insistieran, una acción muy cortés según nuestros estándares. Para mi decepción, solo me ofrecieron el caramelo dos veces y ante mi desesperación disimulada me quedé sin nada mientras me preguntaba muy triste por qué no habían insistido lo suficiente. Insistir es una forma de cortesía en mi contexto y aún ahora me lleva a situaciones muchas veces hilarantes.
Si hay un momento delicado en el que el choque de sistemas de cortesía puede generar situaciones terribles es en los funerales. En mi contexto, llevar comida, leña, maíz o despensa y entregarlo a la persona que encabeza el duelo resulta fundamental, mientras se hace la entrega es importante también preguntar sobre las últimas horas o días de la persona fallecida: ¿cuáles fueron sus últimas palabras? ¿qué fue lo que le sucedió? ¿hubo sueños o premoniciones? Estas preguntas dan la posibilidad a las “cabezas de duelo” de elaborar un relato que da coherencia a su pérdida, leen signos en los días anteriores, dan sentido a las palabras y experiencias compartidas con la persona fallecida, el llanto puede ser frecuente y, al final de cuentas, contar una y otra vez lo sucedido funciona como una especie de terapia.
Con esto en mente, la primera vez que asistí a una funeral en la ciudad, pregunté en la funeraria por la persona que encabezaba el duelo y después de darle mi pésame, intenté darle mi cooperación y le hice las preguntas a las que estaba yo acostumbrada. La molestia fue evidente y varias personas fueron a rescatarme de la situación y me reconvinieron por mi insensibilidad y falta de tacto. Había violado varios principios de cortesía en un momento más que delicado.
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