Cuando el venezolano Irwing López llegó en enero a Ciudad Juárez, en la frontera entre Estados Unidos y México, pensó que había sobrevivido a lo peor y que estaba a un paso de alcanzar su objetivo.
Había atravesado selvas y ríos embravecidos, y evadido a los cárteles mexicanos, recorriendo miles de kilómetros desde su natal Caracas. Pero luego se encontró con un purgatorio entre las políticas migratorias de Estados Unidos que lo obligaron a regresar a México, y la implacable persecución de los agentes de migración mexicanos.
La noche del 27 de marzo, López —un obrero de construcción de 35 años— recordó cuán frágil es su situación. Su amigo del refugio y compatriota Samuel Marchena fue detenido por agentes migratorios y horas después se convirtió en uno de los 39 migrantes que fallecieron en un incendio que se registró en un centro de detención próximo a la frontera.
En Ciudad Juárez, una urbe de 1,5 millones de habitantes que se estima alberga hasta 25.000 migrantes, los crecientes grupos de recién llegados, que enfrentan una espera indeterminada, han desatado un acalorado debate. El mortal incendio y el revuelo que trajo consigo han caldeado aún más la ya tensa situación.
Muchos residentes fronterizos se enorgullecen de que sus ciudades sean faros de diversidad y hospitalidad, pero los desafíos aumentaron después de que Washington introdujo una normativa según la cual los migrantes deben esperar en las ciudades fronterizas mexicanas una cita para ingresar a Estados Unidos a buscar asilo u otro estatus legal.
Un sistema opaco de listas de espera para tener la oportunidad de solicitar asilo en Estados Unidos gestionado por grupos no gubernamentales o particulares superó los 55.000 registros en 11 ciudades fronterizas mexicanas en agosto, según un informe del Strauss Center for International Security and Law de la Universidad de Texas, en Austin.
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